Pablo Ortúzar analiza chavismo, Allende y Boric
Hugo Chávez solía compararse con Salvador Allende, a quien admiraba, aunque consideraba ingenuo el proyecto de la Unidad Popular. En 2011, durante un discurso en la Academia Militar en Caracas, el entonces Presidente de Venezuela destacaba que Allende terminó siendo su propio defensor de la revolución chilena, mientras que la revolución “bolivariana y socialista” contaba con auténticos soldados para sostenerla. Este comentario reflejaba la opinión de Fidel Castro sobre el proceso chileno, al que consideraba titubeante en sus convicciones revolucionarias y débil en términos armamentísticos. Chávez, a diferencia de Allende, seguía fielmente las enseñanzas de Castro, dispuesto a fijar precios, expropiar y nacionalizar a punta de fusil. La revolución bolivariana no corría el riesgo de ser derrocada por el Ejército, ya que estaba liderada por él mismo.
Castro y Chávez acertaban en un aspecto: el uso de la fuerza permitió al régimen venezolano llevar a cabo un programa similar al de la UP sin temor considerable a un golpe militar. No obstante, esto no evitó que la economía y la sociedad venezolanas sufrieran los mismos problemas que aquejaron al gobierno de Allende: inflación, escasez, falta de inversión, mercados negros, inoperancia, corrupción, estancamiento, violencia y el auge del crimen organizado. La riqueza petrolera y el temor a las armas convirtieron la revolución bolivariana en un desastre chileno en cámara lenta, generando resultados similares. Finalmente, con las armas en manos del régimen, los venezolanos optaron por emigrar en lugar de derrocar a sus líderes: entre 2014 y 2024, casi ocho millones de venezolanos abandonaron su país para establecerse principalmente en otros países sudamericanos. Este número solo es superado por los desplazados de la guerra civil en Siria.
Lecciones del chavismo y la Unidad Popular
Una lección fundamental del caso es que la falta de armas no fue el único problema de la Unidad Popular. Pinochet no fue el único factor que derribó a Allende. Los programas estatistas de la izquierda radical latinoamericana, incluyendo la propuesta constitucional de la Convención chilena, presentan un defecto intrínseco que merece atención: tienen una relación nociva con el Estado. Sueñan y prometen convertirlo en un vehículo de progreso, justicia y racionalidad, pero terminan utilizándolo como botín y herramienta de saqueo. En lugar de mejorar el aparato público, lo apropian y lo degradan. Por otro lado, hacer una distinción clara entre Chávez y Maduro, el habitual cuento del revolucionario bueno y malo, no tiene sentido: Maduro simplemente ha cosechado lo que Chávez sembró, liderando tras la bonanza petrolera. Y ahora, sin recursos, ha decidido gobernar mediante la fuerza, asociándose incluso con bandas criminales y vendiendo lo que queda del país a Irán, Rusia y China.
El desenlace era inevitable: un Maduro acorralado, robando elecciones y amenazando a la población civil de su país. Este resultado era predecible desde hace tiempo, aunque solo ahora algunos líderes de izquierda lo reconocen debido principalmente a la crisis migratoria que afecta a sus propios países. La distribución de los venezolanos desplazados indica qué líderes de la región serán más exigentes ante el fraude electoral.
En Chile, esto tiene especial relevancia. El Presidente Boric enfrenta un profundo dilema que va más allá de un simple desacuerdo internacional con el Partido Comunista, el más grande de su coalición de gobierno. La debacle y deslegitimación final de la tiranía venezolana también representa el ocaso del ideal revolucionario latinoamericano en todas sus variantes, incluida la rechazada propuesta constitucional que Boric apoyó. Esta situación implica el entierro definitivo de los ideales de Castro, Allende y Chávez, y es lo que temen tanto los comunistas chilenos como los académicos del Podemos español. Es un momento de orfandad, pero también de libertad para no seguir repitiendo los mismos errores hasta caer en la adoración del tropiezo.